(El sermón del Santo Padre durante la Santa Misa del Domingo de Ramos—30 III 1980)
“… El Domingo de Ramos comienza la Semana Santa de la Pasión del Señor—llevando en sí toda su enormidad:
Cristo se acerca con Sus alumnos a Jerusalén. Lo hace seguramente como otros peregrinos, hijos e hijas de Israel quienes, durante la semana que precede a la Pascua, se dirigen a Jerusalén. Jesús es uno de muchos.
Hoy realizamos la Liturgia del Domingo de Ramos, que nos recuerda y hace presente esa “llegada”. Durante un ritual litúrgico especial repetimos y recreamos todo lo que hicieron y dijeron los discípulos de Cristo—ya sean cercanos o lejanos—durante esa senda que se extendía entre el Monte de Olivos y Jerusalén. Junto con ellos llevamos en las manos las ramas de las palmas y decimos, cantando las palabras de adoración, que en ese entonces ellos proclamaban. Palabras que de acuerdo al Evangelio de San Lucas eran: “Bendito sea el Rey Quien viene en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en las alturas” (Lucas 19, 38).
El Domingo de Ramos abre la Semana Santa de la Pasión de Cristo, llevando en si toda su enormidad. Por eso leemos toda la descripción de la Pasión del Señor de acuerdo a San Lucas.
Jesús, acercándose a Jerusalén, en ese momento se revela a sí mismo a los que están preparando el atentado a Su vida. Ya se ha revelado desde hace mucho tiempo, declarando y enseñando Su Verdad. Las lecturas litúrgicas de las últimas semanas lo demuestran: “la llegada a Jerusalén” es un paso crítico en el camino a Su muerte, preparada por los representantes de los ancianos judíos. Sus lecturas habían causado las sospechas del Concejo Superior y fueron el motivo de su decisión final. Decisión repetida por “una enormidad” de peregrinos quienes se acercaban a Jerusalén con Él.
El Maestro es completamente consciente de lo que está pasando, y todos Sus actos siguen a las palabras de las Escrituras, que predijeron cada momento de Su Pascua. “La Entrada a Jerusalén” fue precisamente el cumplimiento de las Escrituras.
“Dios me abrió el oído, y yo no me opuse ni retrocedí”! (Isaac 50, 5)
Entre la voluntad del Padre Quien Lo mandó y la voluntad del Hijo hay una profunda unidad llena de amor: un beso interno de paz y de redención. En ese beso, en esa entrega sin límites, “Jesucristo, ya existiendo en Su persona Divina… se despoja y toma la persona del servidor… se despoja a sí mismo” (Felipe 2, 6-8). Y persiste en ese estado de despojamiento de Su interior, acercándose—Él, el Hijo Carnal—hacia los acontecimientos que traerán los siguientes días. A los acontecimientos durante los que Su humillación, despojamiento y depravación interior tomara formas exteriores, materiales: Él será escupido, flagelado, insultado, burlado, expulsado por Su propio pueblo, sentenciado a la muerte, y crucificado—hasta que pronuncie Sus últimas palabras ”ya se cumplió” y entregue Su espíritu a Su Padre.
Ese es el “ingreso interno” de Jesús a Jerusalén—el que se realizó en Su alma, en el umbral de la Semana Santa.
En cierto momento se acercan a Él los fariseos, quienes no pudieron aguantar los gritos de adulación durante la entrada de Cristo a Jerusalén—y dicen: “Maestro, prohíbe esto a Tus discípulos”. Jesús responde: “Les digo, si ellos se callan, gritaran las piedras” (Lucas 19, 39-40).
Empezamos hoy en Roma la Semana Santa de la Pasión de Cristo. En esta ciudad no faltan piedras que atestigüen como llegó aquí la Cruz de Cristo, y como se arraigó en esta Capital de un mundo añejo…
Ojala que las piedras no avergüencen a las personas vivas. Ojala nuestros corazones y nuestras conciencias griten más fuerte que ellas!”
L’Osservatore Romano-n.4 (3)/1980